Siempre tuve el sueño ligero,
por eso me despertó –o eso creo ahora- aquel ruido sordo como de pies que se
arrastraban sobre la moqueta del dormitorio. Un roce leve y amortiguado que se
iba acercando a mi lado de la cama.
Luisa, dormida junto a mí, respiraba a un ritmo lento y sosegado, ella tenía el sueño profundo. Las pisadas, cada vez más cercanas, eran firmes, decididas, como de alguien que conocía bien la estancia y podía recorrerla aun con la luz apagada. Quise encenderla pero no pude, un miedo repentino causado por un presentimiento turbio de desenlace inminente, me paralizó. Conseguí, al menos, dirigir los ojos hacia donde dormía mi mujer para despedirme de ella. Sentí un golpe brutal en la cabeza.
Luisa, dormida junto a mí, respiraba a un ritmo lento y sosegado, ella tenía el sueño profundo. Las pisadas, cada vez más cercanas, eran firmes, decididas, como de alguien que conocía bien la estancia y podía recorrerla aun con la luz apagada. Quise encenderla pero no pude, un miedo repentino causado por un presentimiento turbio de desenlace inminente, me paralizó. Conseguí, al menos, dirigir los ojos hacia donde dormía mi mujer para despedirme de ella. Sentí un golpe brutal en la cabeza.
Estoy aturdido, confuso, me
siento extrañamente sosegado. Miro, desde un rincón del dormitorio, la cama donde
yace mi cuerpo inerte y sangrante; Luisa se levanta de un salto y corre,
rodeando la cama, hacia el hombre, que sostiene un hacha con mano firme. Se
arroja sobre él, lo abraza, rompe a llorar.
-Tenía la esperanza de que no
fueses capaz, de que te arrepintieses en el último momento –le dice al hombre,
y dirige enseguida su mirada a mi cuerpo rígido y ensangrentado (a mi cadáver).
El pobre ha muerto sin sospechar siquiera lo nuestro, pero esta horrible manera
de morir… ¡Dios santo! ¿Qué haremos ahora, cariño? ¿Cómo seremos felices con
esto sobre nuestras conciencias?
El hombre la aparta de sí con
un empujón, eleva el hacha y la descarga con furia sobre la cabeza de Luisa,
que cae sentada sobre la moqueta, con la boca abierta y los ojos incrédulos; su
cabeza ladeada, sangrante, cae finalmente sobre el escabel de la butaca. El
hombre se dirige al ropero, lo abre y rebusca en el fondo del tercer cajón
hasta encontrar el sobre que yo le había dejado como pago por cometer un
asesinato y una agresión creíble pero no mortal. Cuenta el dinero, sonríe, mira
los cuerpos, se gira y sale por la puerta.
Comprenderás, Luisa, que
sospechaba, que investigué –que hice investigar- hasta encontrar evidencias. El
soborno fue un trámite fácil, aséptico: la codicia somete los corazones con un
poder muy superior al de cualquier pasión; y aquel plan tan retorcido hasta me
pareció gracioso, una ironía final de marido despechado. Tu muerte fue
metódicamente preparada, cariño. La mía, en cambio, me ha pillado por sorpresa.
Tu amante, mi sicario, nos ha traicionado a los dos.
Comentarios