Luisa y yo llegamos a un acuerdo. Sobra
decir que el amor que sentíamos el uno por el otro era tan intenso y
físico como romántico y etéreo. Un amor perfecto, duradero,
apasionado -excesivo, vamos-, de esos amores por los que matas o por
los que mueres, pero que en definitiva te abocan a una inexorable
contienda de la que no está exenta la violencia, verbal y contenida
al principio, pero necesariamente física después, de consecuencias
previsiblemente nefastas. Por eso Luisa y yo acordamos que si llegaba
la etapa de violencia física a nuestra relación, la fase de los
golpes y de la sangre, nos suicidaríamos. Pero no conseguíamos
ponernos de acuerdo en quién lo haría primero. Nos reprochamos
mutuamente que dudar de que el segundo incumpliría lo acordado no
suicidándose era una horrible falta de confianza del uno en el otro.
Y ambos teníamos razón. Una vez muerto el primero -por mano propia-
qué impedía al que sobreviviese cambiar de opinión y seguir vivito
y coleando. Lo echamos a suerte y me tocó a mí irme antes -llegado
el caso- y confiar en la palabra de Luisa de seguirme al reino de la
muerte. A regañadientes acepté y el acuerdo fue alcanzado. A partir
de ese día y por puro instinto de supervivencia me esforcé en
suavizar nuestra manera de dialogar, de disentir, de convivir. Pulía
las frases, exageraba los ademanes atentos, incluso me adelantaba a
sus pensamientos y deseos y facilitaba su realización. Me convertí
en el amante perfecto. Hasta que un día sorprendí en su mirada un
destello de rencor cuando vio que el chocolate líquido que usé para
adornar su postre preferido no trazaba un dibujo simétrico sobre el
plato. Y supe con seguridad que hiciese lo que hiciese era cuestión
de tiempo que comenzase la violencia. Por eso le sujeté su cabeza
por detrás y deslicé con firmeza el cuchillo de la carne sobre su
garganta, de oreja a oreja. Cayó inerte a mis pies. ¿Y qué creen
que he hecho? ¿Suicidarme? Claro que no, ¿acaso ella se había
suicidado? Nadie puede reprocharme nada, me siento limpio de alma,
libre de culpa, así que no saquen conclusiones precipitadas sobre la
silla en la que estoy subido ni sobre la cuerda que me rodea el
cuello. Digamos que solo soy un sentimental. Estoy seguro de que
Luisa habría hecho lo mismo ¿no creen ustedes?
Transcribo el prólogo de la autobiografía del filósofo Bertrand Russell escrito por él mismo: PARA QUÉ HE VIVIDO
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad,esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura místicala visión anticipada del cielo que han que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que -al fin...
Comentarios