El ejercicio de la reflexión es tarea ardua que no todas las personas llevan a cabo, puede que por pereza, por no añadir al elenco de sus preocupaciones otra que pueden ahorrarse sin mayor inconveniente. Pero una mente reflexiva es una espíritu valiente y dispuesto a enfrentarse al mundo y a sus problemas. Decía George Santayana que vivimos trágicamente en un mundo que no es trágico. Y tiene razón, porque el mundo, la vida, es como es y punto. La adjetivamos, según nuestro carácter y estado de ánimo, nosotros. De ahí que seamos seres privilegiados: podemos elegir entre vivir mal o vivir bien, a capricho. La pregunta lleva implícita la respuesta: ¿Entiende todo el mundo lo que el bien y lo que es el mal?
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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