Lo primero que me alarmó fue que el espejo no reflejaba mi imagen. Después de haber salido a duras penas de aquella especie de arcón que olía a rayos y haber alcanzado el baño, en el que ante todo anegué mi cara en agua bien fría para disipar los vapores de la pesadilla en la que había zozobrado durante días, o esa era al menos la sensación que destilaba mi martilleado cerebro, me atreví a mirarme al sucio espejo para descubrir –constatar más bien- que había perdido mi reflejo, la imagen archisabida que uno espera encontrar cuando se acerca a una superficie pulimentada, en su casa, en un hotel, o en el apartamento de una muñeca de primera, como era mi caso, para qué voy a andarme con modestias.
Ocurrió así.
En la disco donde acudo de tarde en tarde, más que nada por no perder la onda de la gente guapa, nadie me es desconocido –aparte los pringados de siempre- y viceversa, porque un detective privado con mi caché no pasa desapercibido. La noche anterior acudí por un trabajo que un jefazo (no sé bien de qué tipo de organización, aun que doy por descontado que ustedes no son subnormales) me había encargado referente a su hija, una niña mimada, desalmada y yonki, según él. Era un encargo en apariencia fácil, así que acepté. No suelo aceptar asuntos con drogatas de por medio, pero el brillo deslumbrador del anillo del papi sujetando un fajo de billetes del grosor de un ladrillo disipó mis escrúpulos.
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