Si hay algo que la Historia ha demostrado es que el destino natural del libro es la hoguera. Nunca sabremos cuántos miles de volúmenes han sido pasto de las llamas, cuánta sabiduría ni cuánta hermosura han servido para calentar a tanto desalmado y tanto fanático que nunca supieron lo que se perdían si en vez de quemar aquellos libros los hubieran leído. Las quemas de libros siempre han tenido lugar en el contexto de conflictos religiosos, en los que los supuestos elegidos para la eternidad de un bando se han apurado en destruir lo único que podía hacer grandes y hacer libres a los del bando contrario, aquello que podía convertirlos en superiores a ellos mismos y destronarlos de su condición de elegidos. ¿Por qué si no iban a causar los libros tanto pavor a quienes jamás han leído ninguno? ¿Qué otra cosa puede haber en ellos que invoque el ensañamiento de los enemigos de sus lectores? Si la fe mueve montañas, la sabiduría las devuelve donde estaban, les reintegra su condición telúrica de inmutabilidad, las redime de servir como instrumento de demostraciones circenses a obtusas religiones. Quemar un libro es robarle la ilusión a un niño, tronchar el tallo delicado e indefenso de una flor, apagar la luna y las estrellas, pero sobro todo es profanar aquello que en el ser humano hay de bueno y de noble, aquello que nos muestra el camino hacia nuestra propia salvación. Quemar un libro es arrancar un pedazo de nuestra propia alma.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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Un saludo.
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