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Comienzo para una novela negra


Era una rubia platino como Dios manda. Alta como una modelo pero con el cuerpo más rellenito, de mujer hecha y derecha; lucía un vestido de noche brillante de un color cárdeno bermejo tirando a grosellas maduras –o algo parecido; me armo un lío con los colores que usan las señoras- que dejaba contemplar unas rodillas rotundas y bien engrasadas, por abajo, y un escote más generoso que los agentes de inmigración a la hora de repartir candela entre los sinpapeles, por arriba. Andaba con garbo, eso sin duda, y al hacerlo balanceaba las caderas rotundas en un vaivén mareante que te obligaba a desviar finalmente la vista de aquellas curvas resbaladizas si no querías arriesgarte a sufrir un percance físico –y que cada cual lo interprete como quiera, yo sé lo que me digo-. Mientras caminaba trazando líneas rectas inverosímiles entre la apretada amalgama de mesas, sillas, camareros, comensales y peña bailando -y empujándose y pisándose al hacerlo, cosa normal cuando la superficie por persona no es suficiente para que la una ponga los dos pies a un tiempo sobre la otra- sin derramar una gota del cóctel que sostenía en alto con la mano derecha ni dejar caer la ceniza del cigarrillo que humeaba consumiéndose entre dos dedos de su mano izquierda, uno tomaba conciencia del poderío serrano que derrochaba la moza y que le permitía no sólo no perder la compostura frente al bullicio frenético y movedizo que la rodeaba, sino hacer gala de un señorío que se manifestaba en la despectiva desenvoltura con que conseguía que aquella chusma le fuese abriendo hueco a su paso que para sí lo quisieran algunas damas de alta cuna y de baja cama. Cuando por fin alcanzó la mesa a la que se dirigía, se giró para sentarse en sentido inverso a la dirección que llevaba y al hacerlo su falda dibujó una media verónica que siguió a su cuerpo con un breve retraso y juro por la gloria de mi abuela que en ese momento creí oir, por encima del estruendo de la pachanga bullanguera y machacona que inundaba el local, el sonido agudo de una trompeta dando comienzo a un pasodoble de paseíllo en la plaza de Las Ventas. Sin exagerar. 

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