
Era muy viejo, posiblemente centenario, de ademanes arrogantes y mirada altiva e iracunda. Sentado en una esquina de la taberna, observaba sin inmutarse al resto de los parroquianos. La luz insuficiente de las bujías dotaba a su rostro barbudo y cejijunto de un aspecto fúnebre, tenebroso, como de ultratumba. Bebía una jarra de leche; después supe que sólo bebía leche. Me contaba sin mirarme una antigua teoría sobre el universo. Era un viejo muy metafísico. “Al principio sólo había un universo, pero cada instante ofrecía múltiples posibilidades y se abría un nuevo universo con cada una de ellas. Pronto los universos fueron muchos y su número seguía creciendo. Ahora existe como un racimo infinito de universos que se acrecienta a cada segundo que pasa, todos simultáneos, todos diferentes, ¿lo entiendes?”. “No”, respondí. “En un universo paralelo tú has respondido que sí, en ese universo tú no eres tonto”. “¿Y qué hago entonces aquí, por qué no estoy en ese otro universo?”. “Estás en los dos, y en otros infinitos universos que se han creado cada vez que en tu vida has elegido una opción en vez de otras; esta vida, en la que eres tonto, la has ido trazando en el mapa de los universos, por así decir, a base de tomar unas decisiones en lugar de otras, consuélate pensando que en algún lugar eres quizá un hombre famoso, o feliz, o listo, y estarías en compañía de una bella mujer en vez de estar sentado en un antro inmundo con un viejo mil veces maldito”. “¿Por qué dices que eres maldito?”. “Porque quise desafiar a los dioses y mi castigo es vivir, siendo consciente de ello, cada una de mis infinitas vidas posibles; ahora mismo, además de a ti, estoy contando mis penas a un monje mongol en una iglesia del anticristo, a un pescador del mar de Ashkdan, a un tribuno cartaginés que participó en el expolio de Roma por Aníbal, a un portero del Albacete que celebra la conquista de la liga, a un pretoriano del Ku Klux Klan que acaba de quemar en una hoguera a un tal Barak Obama por osar presentar su candidatura en cierto distrito neoyorkino, y así hasta el infinito. Es un castigo cruel, pero me lo merezco, por bocazas. Nunca olvides, joven tonto, que el más amargo de los castigos es ver hacerse realidad tus deseos. Yo deseé lo imposible y me ha sido concedido”. ¿Qué deseaste, anciano”. “Deseé ser Dios. Mi único y triste consuelo es que en otro universo el deseo no me ha sido concedido”.
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