Si atendemos a nuestros sentimientos, uno es en la medida que quiere y es querido. Los acontecimientos sucesivos que van configurando nuestra vida están supeditados a una querencia indispensable para darles aliento. Desde el abrazo entrañable de un amigo hasta la fusión visceral con un amante, nuestros sentimientos configuran nuestro camino por la vida no sólo de forma determinante, sino irreversible. Somos lo que sentimos, para nuestra desgracia, porque los sentimientos despojados de razón nos reducen a meros animales, y como animales hemos construido la historia de la especie: a golpe de instinto, despreciando la capacidad de razonar y discernir que supuestamente nos diferencia de las otras especies. Pero, si controlamos los sentimientos desmadrados, ¿somos más humanos? No creo, si acaso, menos locos, menos destructivos, pero igualmente humanos. Feliz y fatalmente humanos.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
Comentarios