
No conozco alegoría más acertada sobre la humanidad que el mundo del circo. En ese mundo podemos ver con pasmo gentes que parecen irreales por la brutalidad esencial de su existencia, y que al mismo tiempo configuran los mitos malditos que dan carácter a la humanidad y que el resto de los humanos tratamos de ignorar en virtud de un principio de conservación de la autoestima que nos salvaguarda ficticiamente de la atrocidad inherente a todo ser de nuestra especie. Dijo Woody Allen que el mundo se divide en dos clases de personas: los tarados física o mentalmente, que constituyen la clase de los horribles; y el resto, que somos los miserables. En el espectáculo ilusoriamente mágico del circo podemos ver de cerca, como en un zoológico humano, a los horribles, porque horribles son incluso –o sobre todo- quienes acometen filigranas que percibimos como ‘contra natura’. Acróbatas, funámbulos, domadores de fieras, contorsionistas, magos; pero también la mujer barbuda, las siamesas, el hombre más alto del mundo, los enanos, los inquietantes payasos. Toda una fauna que nos sobrecoge porque enseguida entendemos que ellos también son humanos, tal vez demasiado humanos. Y el pensamiento de que también nosotros somos, en alguna medida, como ellos, nos aterra más que la más horripilante pesadilla.
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