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El encargo

 Llegó al apartamento con la ropa empapada, el cuerpo deseho y el alma rota. No había parado de llover en toda la noche y a esas horas de la madrugada las alcantarillas no podían engullir más agua, que dibujaba ríos caprichosos sobre el asfalto de las calles. La negrura insípida de la noche escasa de farolas contagiaba su ánimo, y el refugio del sillón y el cigarrillo apenas lo abrigaban de la fría soledad que lo gobernaba desde el día en que, borracho para olvidarse de sí mismo y escapar del cepo de su memoria, aceptó el trabajo que le propuso aquel tipo en el bar de Olivia dos semanas atrás.

¿Cuánto tiene que soportar un hombre antes de gritar ya basta? ¿A qué no estaría dispuesto por detener los latigazos despiadados de su propia conciencia? ¿Cuándo sabe que ha llegado al fondo de sus miserias, al sótano de sus escrúpulos, a las mazmorras de su perdición? Ayer buscaba a Dios y hoy alterna con el Demonio. De perseguir lo sublime, de ansiar un destino noble, de soñar con la inmortalidad había pasado en cuestión de semanas a resignarse con los desechos de sí mismo, a revolcarse en el fango de las sombras de su indolencia, a vivir la inercia del dolor de saberse él y nada más que él para el resto de su vida.

-No te preocupes -le había dicho a aquel tipo-, cumpliré mi palabra. Y aceptó la mitad del pago por adelantado, y aquel papel lleno de nombres. Cuando se quedó solo volvió al ron y a los lamentos, y se durmió sobre la barra.

Pasaron los días y fue cumpliendo como había prometido, con escrupulosa meticulosidad, sin prisas, sin sentimientos, el encargo del tipejo. Liquidaba y tachaba de la lista con la precisión de un contable. No quiso leer todos los nombres por adelantado, lo hacía uno a uno, tachaba y leía el siguiente. La lista era larga. Tenía tiempo y nada que perder. Era Octubre, un otoño frío y lluvioso que se le pegaba a la piel como una melaza pútrida. Por las noches, en el bar de Olivia, rebuscaba dentro de su memoria en busca de retazos de vida que le afirmaran como ser vivo, que le conectaran con un pasado tan necesario, y cada noche terminaba dormido sobre la barra, borracho y desprovisto de recuerdos, derrotado y roto.

Cuando leyó su nombre sonrió sin saber por qué. Había pasado poco tiempo, pero él ya era otro; también ella, por lo que sabía. La balanza de su fugaz romance se había desequilibrado por el peso excesivo de su amor y lo había lanzado al abismo de la locura de los enamorados sin correspondencia. Ella, con balsa salvavidas, alcanzó sin despeinarse la orilla de la cordura, sobrevivió al naufragio con la misma naturalidad distante con que lo había provocado; él se supo náufrago de por vida y se aferró a la tabla incierta de la barra del bar de Olivia para prolongar su agonía ahogándose también por dentro, lentamente, sin prisas, con deliberación, con la única intriga que nunca resolvería de saber si moriría antes de suicidarse. Por eso aceptó aquel encargo con la indiferencia del que conoce su futuro. Por eso había sonreído por primera vez en cuatro meses, pensando que la vida es pura ironía y brindando con Olivia por el amor y sus desdichas, preguntándose cómo no había intuido desde el primer momento la naturaleza verdadera de aquel encargo, cómo se le había pasado por alto la facultad de compensación del tiempo. Se durmió sobre la barra con una sonrisa infantil y estúpida, casi feliz.

No fue tan difícil como había temido. Apenas un grito ahogado de sorpresa y un hilo de sangre manando de su boca carnosa. Murió en la cama, como hubiera deseado. A su amante lo dejó correr cojeando para rematarlo en el jardín con un tiro en la boca mientras suplicaba piedad. Los corazones rotos no pueden albergar piedad. Volvió al dormitorio desde la cortina de agua que volvía más irreal aún aquella noche de Octubre. La miró de nuevo por última vez y no supo si lloraba por ella o por él mismo.

En el refugio de su sillón y del último cigarrillo sacó el papel arrugado de su gabardina. Leyó el último nombre. Arrojó la colilla por la ventana hacia la noche empapada. Tachó el nombre de Olivia con otra sonrisa, la última. Lo invadió una última alegría de saber que podía alterar el destino, reescribir la historia; reconoció sus pecados y se otorgó la absolución. Se llevó la pistola a la boca. Después de todo, no cumpliría su palabra, pero aquel tipo se ahorraría la mitad de lo acordado. Todo correcto.


Comentarios

pepa mas gisbert ha dicho que…
Y es que esta historia no podía tener otro final si es que creemos en el equilibrio.

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