A los niños que fuimos y que, sin que sirva de menoscabo a la adultez, deseamos a veces seguir siendo, nos encantaban las historias. Esto es un rasgo común a culturas, etnias y religiones de cualquer época y en cualquier lugar de este planeta. Quien poseía el don del histrionismo conquistaba corazones (hoy día siguen haciendo eso los buenos actores) y disponía de un público fiel y emocionado. No es raro que los buenos rapsodas, los excelsos juglares gozasen del beneplácito de los poderosos. El paso crucial de la oralidad a la textualidad supuso un fenómeno convulsivo para los grupúsculos sociales que comenzaban a conformar una primitiva sociedad, lo mismo que para la actual sociedad lo está siendo la 'virtualidad' de internet. Lo que antes era narrado al calor de una hoguera pasó a ser un objeto escaso y precioso sólo al alcance de unos pocos, no siempre los más indicados, para degustar placeres que ya comenzaban a ser dominio del 'intelecto' y por tanto de los intelectuales, de los iniciados; la cultura comenzó a ser excluyente. La transmisión del conocimiento quedó en manos de una minoría de iniciados. La narración perdió el hechizo de lo espontáneo y se fue convirtiendo en una industria lucrativa. Los productores de historias asumieron con grave talante su papel de notarios de la sociedad mientras los que sólo aspiraban a una ilusión vaga y efímera de ensoñación para disipar por unos minutos sus pesares vulgares y cotidianos tuvieron que adaptarse a la menos placentera tarea de leer lo que antes les contaban. Pero sin el arte del rapsoda, las historias eran vulgares. Este proceso, que resumido pudiera parecer ilusoriamente brusco, llevó cientos, miles de años. El lector que hoy se deleita en la intimidad de su sillón con la lectura de un buen libro tuvo que sufrir un proceso de adaptación a la nueva técnica de transmisión de las ilusiones que costó tiempo y rompió corazones. El cisma aparente, que hoy tanto trastorna, entre la 'alta literatura' y lo meramente entretenido está muy menospreciado por los defensores conspicuos de la primera, que no entienden que lo que la gente desea es una historia conmovedora al calor de un fuego, como era costumbre miles de años atrás.A este tipo de lectores, los eternos oyentes, les encanta el melodrama y la épica y no entienden la circunspección, la insulsa introspección psicológica de una protagonista neurótico, los dilemas existenciales de un suicida intelectual. Conrad, London, Stevenson lo comprendieron y ajustaron su obra al cadencioso ritmo de la oralidad. Otros, en cambio, se reservaron para esa excelsa minoría que nunca se pone de acuerdo sobre la realidad y la verdad última del arte narrativo.
¿Cuál es el momento más adecuado para decir basta? ¿Cómo reconoce uno el instante en el que hay que parar? Y no me refiero a las relaciones sentimentales -aunque también-, sino a los diferentes episodios que suceden en la vida, cuya suma la articulan y le dan sentido. Porque ese final nunca avistado marca la diferencia entre lo que fue y es y lo que pudo haber sido y podría ser, entre lo existente y lo ausente, entre lo que somos y lo que ya nunca podremos ser. Y hay un componente de negligencia en esa ceguera que nos impide detenernos a tiempo, antes de que lo previsiblemente imprevisible determine nuestra realidad, porque decir que no a la siguiente copa, a la estéril llamada, a apretar el pedal del coche, a responder a un agresivo, a una indiferencia ante un ser querido, a tantos gestos prescindibles, es una responsabilidad tan decisiva que si lo supiéramos en su momento nos lo pensaríamos dos veces. Y pensar dos veces es la asignatura pendiente de la humanidad. Nuestra negligencia ...
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