Me
gusta hacer como que hago de ratón de biblioteca, pero solo en
blibliotecas frívolas, como Fnac o Casa del Libro. Las serias apenas
las visito porque la miasma del muermo que desprenden me producen
sopor. En las frívolas, desprovisto del hábito de la canonjía, me
muevo a mis anchas y disfruto como un enano. Enano, enano... ¡El
señor de los anillos! La leí tres veces, la primera convaleciendo
en un hospital de Málaga en pleno Agosto. Soporté el suplicio de
semejante convalecencia gracias a Mr. Tolkien y su universo, tan
minucioso que acaba por dar miedo. Miedo a la posibilidad de lo otro,
y ese miedo me alegró las noches de calor infernal. Gracias señor
Tolkien. Por cortesía no opinaré sobre la película que años más
tarde se hizo. Además no la he visto. (Me temo que voy por mal
camino).
Hace
unos doce años, hurgando entre los estantes más bajos de una de
esas frivolitecas (anda, me acabo de inventar una palabra), rescaté
dos libros casi polvorientos, bueno, al menos uno de ellos, “El
lector”, de Schlink, cuya lectura me subyugó y que acabó siendo
best-seller y película de gran recaudación; y “El ocho”, de
Katherine Neville, de éxito más previsible. ¿Soy un cazatalentos
literario? Ni de coña. Y además todo esto lo cuento en plan coña,
esperando no ser un coñazo.
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