Yo no sé qué habilidades o dones –o ambas cosas- debe uno poseer para convertirse en escritor. No me refiero a ser un escritor galardonado y leído hasta por los que no leen, sino a consolidar la escritura como un eje fundamental de tu existencia, eje que se convierte en la flecha que, en la brújula de tu vida, siempre te señala el norte. Ser después reconocido, en mayor o menor grado, por los críticos y por los lectores de a pie, como talentoso, original, innovador y tantos otros adjetivos inútiles, no deja de ser un vanidoso efecto colateral.
Yo creo, ante todo, que hay que perder el miedo a enfrentarnos cara a cara con nuestra capacidad de vida potencial. Abraham Maslow sostenía que los momentos de plenitud que experimentamos en nuestra vida, aquellos en los que nos sentimos invencibles y nada nos amedrenta son, por desgracia, sólo eso, momentos, instantes fugaces en los que vislumbramos una dimensión de vida tan por encima de los límites impuestos por nosotros mismos a la nuestra, para no caer en el pánico que nos produciría –tememos- decidir una vida más plena, más cercana a nuestra potencialidad vital, que nos atemorizamos ante la perspectiva de deshacernos de los miedos que nos impiden alcanzarla. Si nos deshiciéramos de esos miedos paralizadores, podríamos volar hasta cimas que, posiblemente, ni siquiera imaginamos. Volaríamos hacia nuestro cumplimiento como personas, ni más ni menos.
Si consiguiéramos –prosigue Maslow- ir aumentando el porcentaje de momentos vitales excelsos respecto de los mediocres o inerciales, estaríamos en la senda de la liberación y, en consecuencia, camino de nuestro –hasta entonces- voluntariamente rehuído destino. Sólo que no es tan fácil librarse de los miedos que a uno lo han atenazado desde crío y que habitan, señoriales, bajo la marea de nuestros pensamientos conscientes.
Hace falta además –y esto me atribula dada mi pereza innata- una firme voluntad de cumplimiento personal en el tiempo, es decir, una disciplina de vida y de trabajo que entraña un considerable esfuerzo, sólo al término del cual, y dando por sentada la existencia de un mínimo -pero, me temo, indispensable- talento previo, podremos al fin considerarnos, con orgullo pero con humildad, escritores.
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Un saludo y ánimo.