
En un pintoresco y famoso barrio de la ciudad donde paso unas semanas hoy es día de carnaval. Un río de gente, mayormente de color, inunda las calles, y voluptuosos contoneos de carnes oscuras y redondas ponen a prueba mi capacidad de disimulo. Tras unos interminables minutos siendo arrastrado por una apretada masa de ritmo y sudor, consigo salir huyendo por una callejuela lateral para continuar mi vagabundeo indolente y tranquilo, contemplando escaparates y edificios, parques y estatuas, oliendo el aroma particular que cada ciudad emana y que sólo el forastero percibe.
Para ser una ciudad maltratada por la ira de la historia, superviviente de incendios y bombardeos, trasluce una cálida serenidad que, como si de un enorme monasterio se tratase, adormece el alma del viajero, la masajea con expertas manos invisibles y la cubre de suaves aceites con efectos sedantes. Uno regresa al hotel reconfortado y agradecido. Y bien lubricado.
Comentarios