-¿Estás seguro de que así estaremos siempre juntos?- preguntó ella.
-Toda la eternidad, cariño- contestó él.
-¿Cómo puedes estar seguro?
-Lo sé, lo siento dentro de mí.
-¿No tienes ninguna duda?
-No, mi amor, estoy convencido.
-Pero esto es un pecado- dijo ella mirando el vacío que se abría ante sus pies.
-No si amas de verdad, Dios perdona a los enamorados.
Ella miró de nuevo aquel vacío; muy al fondo, veinte pisos más abajo, los coches parecían hormiguitas atareadas. Perdió el sentido del tiempo y del espacio, el vértigo desapareció.
-Saltemos entonces, amor mío- dijo ella.
-Saltemos, mi vida- dijo él.
Entrelazaron sus manos. Con una última sonrisa, se dijeron hasta pronto.
Ella saltó.
Mientras veía cómo su cuello giraba en el vacío en una última y grotesca pirueta y sus ojos le miraban con un terror abismal, él no pudo contener una sonrisa al pensar que de todas sus rupturas con chicas, aquella había sido, con diferencia, la más aplastante de todas.
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