Desde que leí a los psicólogos constructivistas de la escuela de Palo Alto soy capaz de compaginar mi necesidad de escribir con mi desgana para hacerlo sin el menor remordimiento y sin sentir que vivo una contradicción. Hay necesidades tan radicales que si una no las satisface muere, por ejemplo comer, dormir o ver un ratito a Zapatero en la tele; se trata de necesidades vitales de, valga la redundancia, primera necesidad. Otras son en cambio relativas y se manifiestan de modo lateral o tangencial; tales son las del espíritu, como por ejemplo escribir, coleccionar sellos o asesinar en serie. Estas últimas exigencias dimanan de nuestro más íntimo ‘yo’ y no satisfacerlas siempre produce un desasosiego en el alma, pero admiten postergaciones, a menos que uno sea un egoísta de tomo y lomo, como lo son casi todos los niños, algunos deficientes y los españoles, que exigimos a Zapatero acciones y no lirismo. Es por ello que, en mi caso, sentir la llamada de la pluma -no me malinterpreten, por favor- y hacer oídos sordos es todo uno, lo que me ocasionaba no pocos dolores de cabeza por sentir que faltaba el respeto a mi destino natural. Pero, como he dicho, los constructivistas me han revelado que el único sentido posible de la vida es el sentido común, del que nadie me puede acusar de poseer siquiera una pizca, así que mi conciencia se mantiene calmada y mi pluma inactiva por mucho que se desgañite mi contumaz aunque huidiza musa, que a modo de Pepito Grillo, se empeña sin éxito en llevar a cabo armada de razones lo que mi difunto padre conseguía en un santiamén con un par de hostias. Ahora, libre por desgracia de la contundencia académica de mi progenitor, deambulo cada día con mayor descaro por soporíferas regiones de ángeles asexuados y musarañas que se obstinan en mantener en secreto lo que son, con el impreciso propósito de poner algún día manos a la obra y solucionar esta crisis que me atenaza y que me pasará factura por mucho que yo me niegue a ver lo evidente; igualito que Zapatero.
La conocí en mis sueños. Apareció de repente. Era rubia, delgada y vestía una túnica azul cielo. Su risa repentina expulsó del sueño a los fantasmas habituales y me devolvió de golpe la alegría de soñar. Con voz coralina me contó un largo cuento que yo supe interpretar como la historia de su vida en un mundo vago e indeterminado. Sabía narrar con la destreza de los rapsodas y usaba un lenguaje poético que le debía sin duda a los trovadores. Todo en ella era magnético, sus ojos de profunda serenidad, su rostro de piel arrebolada, sus manos que dibujaban divertidas piruetas en el aire para ilustrar los párrafos menos asequibles de su discurso, los pétalos carmesí de sus labios jugosos. Cuando desperté me sentí desamparado y solo, más solo de lo que jamás había estado, empapado de una soledad que me calaba hasta los huesos. No me levanté y pasé el día entero en la cama deseando con desesperación que llegase de nuevo el sueño, y con el sueño ella. Soy propenso al insomnio, sobre todo cua...
Comentarios
Un saludo
Un abrazo, ya escribí no hace mucho que frente a la pereza solo nos queda la vanidad
Un saludo.